Toda la filosofía política de la Edad Media gira en torno a las relaciones entre el poder espiritual del papa y el poder terrenal de los reyes, príncipes y emperadores. Ambos poderes son reconocidos como legítimos, aunque distintos. De ahí que quienes se dedican a la reflexión filosófica política considerasen que su tarea principal era encontrar la forma de armonizar las relaciones entre Iglesia y Estado. El problema de la relación entre el poder terrenal y el espiritual es, en muchos sentidos, paralelo a la cuestión de la relación entre razón y fe o entre filosofía y teología.
La reflexión política medieval tiene su origen en La ciudad de Dios, de Agustín de Hipona. En esta obra, el filósofo cristiano distingue desde un punto de visto místico e intemporal entre dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad terrena. La primera es la ciudad de quienes aman a Dios hasta el punto de despreciarse a sí mismos, y la segunda, la de quienes se aman a sí mismos hasta llegar a despreciar a Dios. En clave política, la ciudad de Dios se identificaría con la Iglesia creada por Jesucristo y encabezada por el sumo pontífice, y la ciudad terrena sería la creada por los seres humanos una vez expulsados del paraíso como consecuencia del pecado.
1.Siglos X y XI
La coronación de Carlomagno por el papa León III en el año 800 supuso el fin de la división política en las dos ciudades. A partir de ese momento, la Iglesia y el Imperio persiguieron un mismo fin y compartieron un mismo destino. Su objetivo consistía en extender el dominio del Imperio para hacerlo coincidir con el pueblo cristiano. La Iglesia ya era una única sociedad espiritual que integraba a todos los cristianos, pero la fe impone unas costumbres que forzosamente acaban por establecer vínculos terrenales entre todos los fieles. Esos vínculos se verían reforzados y protegidos si se constituía una unidad política bajo el dominio de un emperador. Surge así la idea de la cristiandad concebida como un único pueblo, una única nación formada por todos los cristianos.
La doctrina que respalda esta unidad política plena de Iglesia y Estado se conoce como “doctrina de las dos espadas” y sostiene que el papa, como vicario de Cristo Rey en la tierra, tiene encomendada la tarea de preservar la fe y perseguir a sus enemigos. Para cumplir con este cometido, Dios lo ha investido con la autoridad que le otorga su puesto y le ha concedido una doble potestad: una espiritual para gobernar los asuntos religiosos y otra temporal para regir los asuntos mundanos. Las dos espadas simbolizan esas dos potestades. Al coronar al emperador, el papa le cede simbólicamente la espada temporal para que actúe como su brazo en todo lo relacionado con lo terrenal.
El modelo que pone en práctica esta doctrina puede ser calificado como una “teocracia” pontificia que no suprime el poder temporal de los gobernantes, sino que lo subordina al poder del papa. El emperador adquiere el poder temporal y la autoridad ante sus súbditos porque el papa se la concede a condición de que los conduzca hacia el destino sobrenatural que Dios les ha prometido. El papa se ocupa de las almas, mientras que el emperador gobierna los cuerpos para que todos los cristianos, en cuerpo y alma, se hagan merecedores de habitar en el reino de los cielos en un futuro.
Los medievales perciben la relación entre la Iglesia y el Estado como semejante a la relación entre fe y razón, de manera que esta primera versión de la teoría política medieval se asemeja al iluminismo. Esta doctrina subordinaba la razón a la fe, pero sin establecer fronteras claras entre ambas. Del mismo modo, se propone en política la subordinación del poder terrenal al poder espiritual sin separarlos nítidamente.
2. Siglo XII
Si partimos de nuevo de la reflexión en torno a la obra de Agustín de Hipona, también se llega a la conclusión de que las dos ciudades ya se han fusionado en una sola. En esta nueva ciudad conviven agrupados los elegidos que aman a Dios sobre todas las cosas y los que solo se aman a sí mismos.
La integración de Iglesia y Estado hace posible concebir la idea de una única jerarquía, pero, a partir de ahí, algunos se plantean invertir los términos de la relación entre el emperador y el papa. Esto fue precisamente lo que provocó en la práctica la llamada Querella de las investiduras, por la que algunos emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico se arrogaron el derecho a nombrar obispos y cardenales amparándose en el hecho de que tales nombramientos incluían la posesión de señorío y tierras. La Iglesia de Roma, presidida por el sumo pontífice, se opuso frontalmente a conceder esa prerrogativa.
Dentro de esta misma polémica, pero en el plano teórico, se hicieron públicos a principios del siglo XII unos textos conocidos como Tratados de York, de autor anónimo. Según estos tratados, el papa debe estar sometido a la autoridad del rey. Para apoyar esta tesis, se acude a ejemplos bíblicos aludiendo a la idea de que la Iglesia es esposa de Cristo, concebido como rey. Por tanto, la Iglesia, con el papa a la cabeza, debe actuar como compañera fiel del emperador, que es la representación de Cristo Rey en la tierra.
La postura sobre la relación entre el poder político y el poder eclesiástico defendida por los Tratados de York puede considerarse equivalente a la posición racionalista en el ámbito de la relación entre fe y razón, que también fue defendida en el siglo XII.
(Francisco Ríos Pedraza. Historia de la Filosofía 2 bachillerato. Editorial Oxford. Madrid 2023)
EL PENSAMIENTO POLÍTICO MEDIEVAL
Toda la filosofía política de la Edad Media gira en torno a las relaciones entre el poder espiritual del papa y el poder terrenal de los reyes, príncipes y emperadores. Ambos poderes son reconocidos como legítimos, aunque distintos. De ahí que quienes se dedican a la reflexión filosófica política considerasen que su tarea principal era encontrar la forma de armonizar las relaciones entre Iglesia y Estado. El problema de la relación entre el poder terrenal y el espiritual es, en muchos sentidos, paralelo a la cuestión de la relación entre razón y fe o entre filosofía y teología.
La reflexión política medieval tiene su origen en La ciudad de Dios, de Agustín de Hipona. En esta obra, el filósofo cristiano distingue desde un punto de visto místico e intemporal entre dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad terrena. La primera es la ciudad de quienes aman a Dios hasta el punto de despreciarse a sí mismos, y la segunda, la de quienes se aman a sí mismos hasta llegar a despreciar a Dios. En clave política, la ciudad de Dios se identificaría con la Iglesia creada por Jesucristo y encabezada por el sumo pontífice, y la ciudad terrena sería la creada por los seres humanos una vez expulsados del paraíso como consecuencia del pecado.
1.Siglos X y XI
La coronación de Carlomagno por el papa León III en el año 800 supuso el fin de la división política en las dos ciudades. A partir de ese momento, la Iglesia y el Imperio persiguieron un mismo fin y compartieron un mismo destino. Su objetivo consistía en extender el dominio del Imperio para hacerlo coincidir con el pueblo cristiano. La Iglesia ya era una única sociedad espiritual que integraba a todos los cristianos, pero la fe impone unas costumbres que forzosamente acaban por establecer vínculos terrenales entre todos los fieles. Esos vínculos se verían reforzados y protegidos si se constituía una unidad política bajo el dominio de un emperador. Surge así la idea de la cristiandad concebida como un único pueblo, una única nación formada por todos los cristianos.
La doctrina que respalda esta unidad política plena de Iglesia y Estado se conoce como “doctrina de las dos espadas” y sostiene que el papa, como vicario de Cristo Rey en la tierra, tiene encomendada la tarea de preservar la fe y perseguir a sus enemigos. Para cumplir con este cometido, Dios lo ha investido con la autoridad que le otorga su puesto y le ha concedido una doble potestad: una espiritual para gobernar los asuntos religiosos y otra temporal para regir los asuntos mundanos. Las dos espadas simbolizan esas dos potestades. Al coronar al emperador, el papa le cede simbólicamente la espada temporal para que actúe como su brazo en todo lo relacionado con lo terrenal.
El modelo que pone en práctica esta doctrina puede ser calificado como una “teocracia” pontificia que no suprime el poder temporal de los gobernantes, sino que lo subordina al poder del papa. El emperador adquiere el poder temporal y la autoridad ante sus súbditos porque el papa se la concede a condición de que los conduzca hacia el destino sobrenatural que Dios les ha prometido. El papa se ocupa de las almas, mientras que el emperador gobierna los cuerpos para que todos los cristianos, en cuerpo y alma, se hagan merecedores de habitar en el reino de los cielos en un futuro.
Los medievales perciben la relación entre la Iglesia y el Estado como semejante a la relación entre fe y razón, de manera que esta primera versión de la teoría política medieval se asemeja al iluminismo. Esta doctrina subordinaba la razón a la fe, pero sin establecer fronteras claras entre ambas. Del mismo modo, se propone en política la subordinación del poder terrenal al poder espiritual sin separarlos nítidamente.
2. Siglo XII
Si partimos de nuevo de la reflexión en torno a la obra de Agustín de Hipona, también se llega a la conclusión de que las dos ciudades ya se han fusionado en una sola. En esta nueva ciudad conviven agrupados los elegidos que aman a Dios sobre todas las cosas y los que solo se aman a sí mismos.
La integración de Iglesia y Estado hace posible concebir la idea de una única jerarquía, pero, a partir de ahí, algunos se plantean invertir los términos de la relación entre el emperador y el papa. Esto fue precisamente lo que provocó en la práctica la llamada Querella de las investiduras, por la que algunos emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico se arrogaron el derecho a nombrar obispos y cardenales amparándose en el hecho de que tales nombramientos incluían la posesión de señorío y tierras. La Iglesia de Roma, presidida por el sumo pontífice, se opuso frontalmente a conceder esa prerrogativa.
Dentro de esta misma polémica, pero en el plano teórico, se hicieron públicos a principios del siglo XII unos textos conocidos como Tratados de York, de autor anónimo. Según estos tratados, el papa debe estar sometido a la autoridad del rey. Para apoyar esta tesis, se acude a ejemplos bíblicos aludiendo a la idea de que la Iglesia es esposa de Cristo, concebido como rey. Por tanto, la Iglesia, con el papa a la cabeza, debe actuar como compañera fiel del emperador, que es la representación de Cristo Rey en la tierra.
La postura sobre la relación entre el poder político y el poder eclesiástico defendida por los Tratados de York puede considerarse equivalente a la posición racionalista en el ámbito de la relación entre fe y razón, que también fue defendida en el siglo XII.
(Francisco Ríos Pedraza. Historia de la Filosofía 2 bachillerato. Editorial Oxford. Madrid 2023)